En un país muy muy lejano, vivían un rey y una reina en un hermoso
castillo. Ella era realmente preciosa, la mujer más bella del mundo. Estaban locos
el uno por el otro, estaban muy enamorados.
Tuvieron una hija, Irene, tan preciosa como su madre. Creció en el
palacio, rodeada de todo aquello que pudiese desear una niña. Cuando cumplió
los 16 años, sus padres decidieron buscarle marido. Decidieron que se casaría
con un príncipe de un reino cercano, y esto a Irene le aterrorizo. ¿Cómo iba a
casarse con un desconocido? Con alguien que no quería.
Llegó el día en que podría conocer al que habían elegido como su esposo.
Al verle entrar la princesa sintió como su estomago se encogía. Era un hombre
mayor, como su padre, chulo y prepotente. No quería casarse con él, bajo ningún
concepto; pero no podía desobedecer tan fácilmente a sus padres.
Irene, tras intentar convencer a sus padres de buscar otro marido para
ella sin conseguirlo, les propuso una idea. Si de verdad quería casarse con
ella, tendría que regalarle un vestido tan dorado como el sol, uno tan plateado
como la luna y otro tan brillante como las estrellas.
A su prometido le cautivó la belleza de la princesa, por lo que aceptó
el reto. Buscó el oro más puro del mundo; elaboró hilo con este y más tarde
creó con este un vestido tan dorado como el sol. Después buscó la plata más
pura, para hilarla y hacer un vestido tan plateado como la luna. Por último
buscó los diamantes más puros, para crear un vestido tan brillante como las
estrellas.
Tardó más de un año en conseguir estos vestidos, y al hacerlo fue a regalárselos
a la princesa Irene. A la princesa ya se le había olvidado el matrimonio con el
príncipe, ya que pensaba que jamás conseguiría lo que le pidió. Al presentarse
frente a ella la sorpresa fue enorme, eran los vestidos más bonitos que había
visto jamás. Necesitaba ponerle otra prueba más difícil para que no la
consiguiera o al menos para así conseguir más tiempo para escapar.
Sería la última muestra de amor que le pediría. Le explicó que para
lucir bien esos bellos vestidos, necesitaría un abrigo. Irene le pidió un
abrigo con toda clase de plumas de todas las aves del mundo, una de cada
animal; para abrigarse en las frías noches. Este se sintió algo molesto, pero
aceptó.
El príncipe viajó a todos los continentes en busca de las plumas para el
abrigo de su prometida. Tardó meses… pero lo consiguió. Irene no lo podía
creer, era un abrigo precioso: largo hasta los pies, con unas mangas anchas y
una capucha enorme.
La boda se acercaba, ya no podía
hacer más tiempo. La misma noche que el príncipe le regaló el abrigo, Irene se
escapó. Metió en un macuto los vestidos, se colgó en el cuello un colgante de
su madre y se cubrió con su abrigo de toda clase de plumas para no ser vista.
Caminó y caminó en la noche, hasta que sus pies no pudieron más.
A la mañana siguiente escuchó voces de hombres, y se cubrió con su
abrigo, cubriéndose también la cara con barro para no ser reconocida. Eran
cazadores, suerte que tras no saber de qué tipo de ave se trataba se acercaron
a ella. Decidieron llevarla a su reino, con su príncipe, para darle alimento y
agua. Ella no dijo nada a nadie, inventándose que no recordaba nada, por lo que
la llamaron ‘toda clase de plumas’.
El príncipe era muy guapo, ella quedó maravillada por su belleza y su
sonrisa. La ofreció un puesto en la cocina e Irene aceptó encantada. El cocinero
la enseño a cocinar y a desenvolverse en la cocina, ‘Toda clase de plumas’
aprendió rápido.
Un buen día el príncipe César bajó a la cocina y les dijo que iba a dar
una fiesta de baile para dar una fiesta, tendrían que hacer un gran banquete. ‘Toda
clase de plumas’ no quería perdérselo, ya que le gustaba mucho el príncipe.
El día del baile el banquete estaba preparado. Y a la hora del baile, le
pidió al cocinero si por favor la dejaba ir a ver el baile. Este la dejó, con
la condición de que no la viese nadie y que al terminar volviese a la cocina. ‘Toda
clase de plumas’ fue corriendo a su habitación. Se arreglo, se lavó bien la
cara y se puso su vestido tan dorado como el sol. Cuando el príncipe la vio,
quedó asombrado por su belleza. La sacó a bailar y estuvieron todo el baile
juntos. Al terminar la canción ella desapareció, subió corriendo a su cuarto a
ponerse su abrigo de toda clase de plumas, tal y como iba siempre.
Al bajar a la cocina el cocinero la mandó hacerle un caldo al príncipe,
ya que era la especialidad de ‘Toda clase de plumas’. Ella lo hizo encantada, y
mientras se lo subía le metió en el caldo una medallita que tenía en el
colgante de su madre. Este tras encontrárselo bajó corriendo a preguntar al
cocinero quién había colocado esa medallita ahí, pero no obtuvo respuesta.
A la noche siguiente era el gran baile final, en la que el príncipe elegiría
a su esposa. Al llegar la hora del baile subió corriendo a cambiarse y ponerse guapísima;
se puso su vestido tan plateado como la luna. El príncipe estaba feliz por
volver a verla, no quería despegarse de ella para no volverla a dejar escapar.
Pero al finalizar el baile, ella se fue corriendo a por su abrigo y volvió a la
cocina.
César pidió de nuevo un caldo, y ‘Toda clase de plumas’ se lo subió a su
cuarto. Esta vez, mientras subía le dejó un anillo que tenía en la cadena de su
madre. Pero esta vez el príncipe no la dejó marchar. Tomaba su caldo sorbo a
sorbo mientras la miraba sus manos, su figura. De repente encontró en su
cuchara el anillo que le había dejado. Este fue andando hacia ella y mientras
le bajaba la capucha de su abrigo la miró fijamente a los ojos mientras la
decía: Igual que tú me entregas un anillo a mí, yo te entrego el mío a ti.
¿Quieres casarte conmigo? Ella aceptó sin dudarlo, estaban locamente
enamorados.
La princesa Irene al fin consiguió estar con el amor de su vida, César.
Eran muy felices juntos. El día de su boda se puso su vestido tan brillante
como las estrellas. Como su vestido, su amor, brilló eternamente.
Y vivieron felices para siempre
Perfecto.
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